martes, 29 de diciembre de 2020

El año en que me llamó Madame Bovary (Una mirada entre libros al 2020 que se va)

Entré en el primer estado de alarma con La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes (Tusquets, 2020). Lo recuerdo bien porque me había puesto con él en vísperas de la manifestación del 8 de marzo y porque, recién regresado de ésta – de la de Palma- quiso la casualidad (o esa circunstancia mágica de los libros cuando se las ingenian para llamarte la atención en el momento preciso) que el psiquiatra Germán Velázquez le estuviera contando en esos momentos a María Castejón que mientras en el manicomio de Ciempozuelos celebraban la festividad de San Juan de Dios el 8 de marzo, lo que se conmemoraba en otras partes del mundo (no en la España franquista, naturalmente) era el día de las mujeres trabajadoras.

Entré en el primer estado de alarma enganchado con esta historia (todavía no sabía de la relación de María Castejón con Mallorca) pero, además, entré a una librería mientras el Consejo de Ministros se reunía para aprobarlo. Aquel 14 de marzo que ya todo el mundo sabía que iba a iniciarse un tiempo muy incierto para hacer frente a la pandemia por el coronavirus me metí en una librería y salí de ella con Pequeño elogio de la fuga del mundo (Alfaguara, 2019), de Rèmy Oudghiry y Mary Poppins, de Pamela Lyndon Travers, en una versión de Alianza Editorial. Mary Poppins, ya saben: aquel libro de 1934 que luego convirtió Walt Disney en película. Iba tras el primero, el Pequeño elogio…, desde semanas atrás. Lo que no podía imaginar es que lo leería en pleno confinamiento y obligatoriamente fugado del mundo. Y en relación al segundo, sólo comentar que pasar la Semana Santa de 2020 (los días del confinamiento más duro) en la calle del Cerezo número 17 ha sido uno de los placeres del año que se despide. Igual que pergeñar durante semanas cómo diablos iba a meter la trama del Ulises de James Joyce en la pandemia. Esperé al 16 de junio (iniciada ya la desescalada y camino al final del primer tiempo del alarma) para culminar mi propósito. Pero no contento con eso, compré cuando abrieron otra vez las librerías una nueva edición (Lumen, en reimpresión de 2019); me releí el libro de principio a fin, enloquecí con los signos de puntuación, me perdí entre sus guiones y paréntesis y subrayé del prólogo de José María Valverde que “Ulises sería, formalmente, el descubrimiento de una nueva literatura, el equivalente a la concepción de la relatividad en física”.

Tengo claro que este año los libros me han ayudado más que nunca, los que leí por primera vez o releí y también los que, además de leer, me leyeron a mí. Es el caso, sin ninguna duda, de El infinito en un junco (Siruela, 2019), de Irene Vallejo, que me atrapó durante el segundo estado de alarma en vísperas de las Navidades y es una maravilla de la primera a la última página. Lo considero el libro del año de 2020 aunque se publicara el anterior. Si alguien me ve por la calle el próximo año paseando con la Iliada o la Odisea en alguna edición que no sea la de los libros de la colección Auriga de mi infancia, ya podrán intuir quién es la responsable.

Seguramente de no ser por la pandemia no me habría puesto con dos títulos a los que recurrí cuando las librerías todavía estaban cerradas y que cogí (con permiso de sus guardianes de la sección de Cultura del periódico) de un armario de la Redacción: Los nombres epicenos de Améli Nothomb (Anagrama, abril de 2020) y Una vida sin fin, de Frèderic Beigbeder (también Anagrama, enero de 2020). De este segundo, sólo recordaré la cita de Mark Twain que coloca al principio y que fue el señuelo para engancharme cuando se cumplía el día 46 del estado de alarma: “la diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción debe ser creíble”. Y todavía añadía Beigbeder, ya de su cosecha: “¿pero qué hacer cuando la realidad ya no lo es? Hoy la ficción es más disparatada que la realidad”. No sé si recomendaría esos libros o no; ni siquiera aclaré si me gustaron. No los enviaría (eso, nunca) a la hoguera y quedrarían salvados en el donoso escrutinio aunque perderlos tampoco supondría un trauma.

De todos modos (y de eso me he dado cuenta este año), siempre es bueno no perder ningún libro de vista porque te llamará en el momento oportuno aunque no lo busques. Ese es el caso de Madame Bovary, de Flaubert. Me llamó cuando el estado de alarma de marzo había superado por pocos días los dos meses. Era (bueno, es), una edición de 1962 (el año que nací yo) de Vergara SA. Versión castellana, prólogo y notas del catalán Joan Sales. Ese ejemplar, papel biblia y cubiertas granates, formaba parte de los libros que tenía mi padre en un mueble que era una estantería con cristales y algo parecido a un pupitre. Un mueble misterioso en una habitación de techos altos al que llamábamos ‘el secreter’. Pongamos que la historia de Emma Bovary estuvo esperándome y haciéndome señas cincuenta años o más y que no me he enteré hasta el 2020 que se va. Pero, entre otra muchas razones, sólo por el modo en que el amante Léon Dupuis elige para seducir a Emma vale la espera: le dice algo así cómo que se deje envolver por la magia de la ficción, que se recree en detalles y personajes y se figure que palpitan bajo sus trajes. Que se meta en las historias vamos. Y ella, la Bovary, le responde “es verdad, es verdad”. He dicho amante y también me crucé con El amante de Marguerite Duras, en una edición para la colección de libros de El País de 2002. Leer aquel principio inolvidable cuando empezaba en mayo la quinta prórroga: “Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se acercó. Se dio a conocer y me dijo: ‘La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado’”.

Devastado.

Cuántas veces habré confundido yo realidad y ficción estos meses.Salía por la mañana a buscar historias que contar al día siguiente en el periódico y, por la tarde, me metía en las historias que me llamabana mí. Supongo que, por eso, también me dio por llevar un dietario, que es lo que tanta gente ha hecho. Jorge Carrión, por ejemplo. Su Lo viral (Galaxia Gutenberg, 2020) es un falso diario que te transporta adelante y atrás (en un momento dado, hasta  se cruza con Irene Vallejo, que le presenta en una libreria de Huesca) y, con sus palabras, con las de Carrión, confirmé algo que intuía, que “el diario es contradicción y contra dicción, un género escrito en contra de sí mismo”. Explica Jorge Carrión cómo un virus desconocido entró por la mañana en el cuerpo de un hombre y cómo, esa misma tarde, empezó el siglo XXI. Y, claro,eso le lleva a acordarse de Stefan Zweig y del mundo de ayer.

Tenía muy pensado cuando iba a sumergirme en El mundo de ayer. Memorias de un europeo de Stefan Zweig (Acantilado, reimpresión de 2019): en julio, frente al mar de una playa de Mallorca sin turistas y recién iniciadas las vacaciones justo once días después de que terminara el estado de alarma y empezara eso que, entonces, se dio en llamar ‘nueva normalidad’. Qué mejor momento –me dije y acerté- que dejarme llevar por la nostalgia de Zweig hacia el Imperio austrohúngaro y por sus reflexiones sobre cómo la primera guerra, el periodo de entreguerras y la guerra de después se habían llevado por delante toda las seguridades que parecían llamadas a permanecer siempre. Que tras ese título llegara tarde o temprano (como llegó) el pequeño gran Mendel, el de los libros (Acantilado, 2009, duodécima reimpresión de 2020) sólo era cuestión de esperar. Al fin y al cabo, como cuenta el narrador, “los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.

Este 2020 se ha reeditado Andrea Víctrix, de Llorenç Villalonga (AdiA Edicions), que fue Premi Josep Pla 1973 y es la gran novela de ciencia ficción de la literatura en catalán. Es la memoria de una Mallorca distópica con el turismo como dios de la Isla y con una clase alta y dominante formada por camareros y ‘maitres’ de hotel. Había olvidado totalmente que Villalonga empezaba su historia recordando a Flaubert cuando dijo ‘Madame Bovary soy yo”. ¿Todavía habrá quién se resista a admitir que si me dio por volver a Andrea Víctrix en la distopía de 2020 fue por alguna conjura literaria tramada en algún cruce del espacio tiempo?

Estaba con Rewind, de Juan Tallón (Anagrama, 2020) cuando terminó el primer estado de alarma. El libro se había publicado en febrero, el mes anterior a aquel Consejo de Ministros que lo declaró, e iba yo por la página 191 (“la vida se vuelve un disparate sin que te des cuenta, a traición”, anotaba alguien cuando ya quedaba meridianamente claro por qué un viernes de mayo se produjo una gran explosión en Lyon que cambió por completo el rumbo de los personajes de la novela) cuando daban las 12 de la noche de la jornada 98 del estado de alarma, la última antes del inicio de un verano que se presentía maravilloso aunque igual no lo fue tanto. Rewind es otra de estas historias que se me quedarán unidas al año de la pandemia. Más allá de lo que cuenta una novela, siempre permanecerá el cómo te sientes – y en qué estás- al leerla. 

Tendría que ir acabando pero me cuesta dejar atrás el año en que me llamó Madame Bovary, que me enamoré de María Castejón o descubrí el infinito con Irene Vallejó como si estuviera cayendo con Alicia tras colarnos por el tronco de un árbol. Antes habrá que nombrar a Séneca y a El arte de mantener la calma. Un manual de sabiduría clásica sobre la gestión de la ira (Koan, 2020), esa “especie de locura” que “nos hace darle importancia a lo que no la tiene en absoluto” y que, en un año como este, funciona como un manual para moverse en las redes sociales. Pero también toca recordar antes de la despedida  un libro que había empezado a leer a finales de 2019 y cuya lectura fui completando, intercalándola con otras, durante los días del confiamiento por el coronavirus. No tiene que ver con los anteriores salvo que, por su lectura en un año como el que se acaba, te hace buscar explicaciones más próximas a todo. Me refiero a Capital e ideología, de Thomas Piketty (Deusto-Planeta, 2019). El liberalismo ha muerto; ya nada es posible fuera del intervencionismo público y este año de Eres y Ertes lo evidencia claramente. En un año como el que termina no podía hacer otra cosa (y lo hice) que buscar claves de lo que estaba pasando en La peste, de Camus, en un ejemplar (prestado) de Edhasa, traducción de Rosa Chacel, marzo de 2005. Me he asomado a otros textos, a algunos por simple curiosidad, por ver cómo iban contando otras personas lo mismo que estábamos viviendo el resto. Casi ninguno es absolutamente prescindible aunque sean sólo algunos los que te marcarán y nunca olvidarás.

Todavía me quedan pendientes algunos de este año, que me miran – allá, a la izquierda de donde escribo- con ojos golosos y hasta oigo cómo me dicen “cógeme, ábreme”. Me da que el que más empeño está poniendo es Las maravillas, de Elena Medel (Anagrama, 2020) y empezaré enero con él. Hay otros que están tranquilamente en los escaparates de las librerías ajenos a que, tarde o temprano, me haré con ellos. Tendré que ponerme, también, con el primero que ha escrito un amigo periodista (La memòria esclava, de Joan Riera, Edicions Balèria, 2020) y cruzaré los dedos (nos volvamos a confinar o no) para que Vila-Matas publique libro en 2021. Al fin y al cabo, Vila-Matas (igual que sus libros y todos los libros) no se acaba nunca. Este texto, sí. Este escrito sobre el año en que me llamó Madame Bovary se acaba aquí mismo. Gacias por la paciencia, sigan devorando libros (o dejen que ellos les devoren) y feliz 2021.


jueves, 29 de octubre de 2020

El primer estado de alarma (I)

 

Hoy se cumplirá una semana de la declaración del estado de alarma en España. Hace siete días, un sábado como hoy, me preguntaba cómo empezar a contar esta historia. Recordaba el principio de Odessa, la novela de Frederick Forsyth: “Todo el mundo parece recordar qué estaba haciendo el 23 de noviembre de 1963 en el preciso momento en que se enteró de la muerte del presidente Kennedy”. La declaración oficial del estado de alarma, sábado 14 de marzo, ya se había anunciado un día antes pero la comparecencia del presidente Sánchez se retrasó más de lo previsto. El Consejo de Ministros se alargó – hay diferencias entre Pedro y Pablo, informaban los digitales- y el estado de alarma empezó a aplicarse un día después, el domingo. Ese domingo ya no abrieron los bares ni hubo donde tomar café fuera de casa.





No sé si éste es el arranque ideal. Tampoco sé aún si será esto una crónica apresurada (empiezo a escribirla a bolígrafo en papel, pasará luego por un ordenador y regresará al papel), una novela o una reflexión sobre distopía y realidad. Lo iré viendo sobre la marcha.





Todos vamos a escribir la misma novela o la construiremos sobre los mismos mimbres; detallaremos, seguro, los siete días – entre domingo y domingo- que nos cambiaron y contaremos que empezamos a ver gente con mascarilla por las calles (o que nos la pusimos); que todo empezó unos días atrás cuando la población asaltó los supermercados (pagando, eso sí) y arrambló con el papel higiénico. Y escribiremos ‘confinamiento’ y contaremos de la gente que tuvo que quedarse en casa y de cómo la policía (y también el ejército) patrulló las calles y pedía la documentación. Relataremos cómo construimos nuestra novela mientras todo iba pasando y cómo nos convertimos en protagonistas de las fábulas futuristas y de la historias distópicas que habíamos leído. Y de las películas que habíamos visto, Doce monos, por ejemplo pero también otras. Y tendremos que contar también cómo mientras llegaba el siguiente domingo al primer domingo supimos que el virus afectaba primero a los mayores, que era el sector de la población aparentemente más vulnerable y leímos como los hospitales decidieron que había que dar prioridad a pacientes con más esperanza de vida. Y todos y todas escribimos y nos hicimos preguntas, miramos la tele y observamos por las ventanas. Algunos (como yo) además de pensar en una novela o en una relación apresurada, también escribíamos en un periódico cuando empezó todo. Y un día (fue un jueves) la empresa que lo editaba anunció un expediente de regulación temporal de empleo (como otras miles y miles de empresas) e incorporamos esas siglas, ERTE, al vocabulario que creábamos y que se colaba en nuestras vidas. Todos vivimos lo mismo y lo empezamos a anotar, sin saber exactamente para qué. El mundo que conocimos cambió de la noche al día. Estábamos viviéndolo todo al momento en plena era de la comunicación universal instantánea y de las redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram y otras.

¿Un prólogo? ¿Esto es un prólogo o es ya la historia? Escribimos y escribíamos (habrá que definir el tiempo para la narración sobre la marcha) con un ojo pegado al móvil y a la tele y otro a nuestro interior. El coronavirus – todo esto va del coronavirus de 2020- como un espejo de nuestra realidad. Acaparamos metáforas; todo eran metáforas, paradojas y comparaciones cuando cruzábamos la primera semana.





La gente volvió a comprar periódicos de papel o eso nos dio por creer. Los quioscos abrían, igual que los estancos (algunos estancos vendían también periódicos), las farmacias y las tiendas de alimentación y volvieron a verse en los estantes más diarios de papel. Como en aquellos domingos de la década de los ochenta e inicios de los noventa cuando salías a pasear y quedabas a comer con alguien que llegaba, como tú, con bolsas de periódicos. El anuncio del ERTE en la empresa coincidió con los días en que la gente volvía a comprar diarios de papel. Es posible -entonces no podía saberse- que aquella vuelta al papel ocurriera solamente el primer fin de semana de alarma y que luego todo continuara como estaba antes.



Unos días antes de que el mundo que habíamos conocido se viniera abajo (que es una frase que se repetirá en todas las crónicas sobre aquellos tiempos) El País había puesto en marcha una campaña para explicar que el futuro era digital (lo explicaba también en su edición impresa) pero que resultaba imprescindible pagar por leer en digital; que esa era la única manera de preservar la independencia y en eso estaban -explicando y vendiendo su nueva estrategia – el día que estalló todo y decidieron que, por el interés informativo y la sed de saber, los contenidos digitales volvían a ser ‘en abierto’. Por un mes, se dijo primero.



El domingo 22 de marzo –cuando se cumplía una semana de primer día de alarma- salió el presidente Sánchez por la tele y anunció que se prorrogaría quince días más y que la prórroga coincidiría con la Semana Santa. Las procesiones de Semana Santa – que, lógicamente, se suspendieron- eran una especialidad de Última Hora. El periodismo de procesiones, como el periodismo de mises, era una seña de identidad de UH. Empezamos a comprar periódicos de papel (era una excusa para salir de casa) y, sobre todo, las calles se llenaron de gente que paseaba perros. Cuando Sánchez anunció el estado de alarma, y explicó lo que se podría hacer y lo que no, comentó que “por ejemplo” sí estaba permitido sacar al perro. Aunque esa norma no llegó al BOE (Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, número 67, sección I, página 25390 y siguientes), todo el mundo se la aprendió y aplicó a rajatabla.



La tele daba cifras de muertos y afectados por la pandemia como ya habías visto en películas o leído en novelas. El periodista Jaume Oliver publicó meses antes un libro al que llevaba dándole vueltas hacía años y que tituló Crònica desordenada de Ciutat Antiga (Pagès editor, 2019). Un proceso que llevó a la contaminación del aire había acabado en su novela con el mundo tal como se había conocido hasta entonces, con la particularidad de que, además, estuvo muchos días lloviendo. Parecía un relato de anticipación a lo que estaba ocurriendo e, incluso, el segundo domingo del estado de alarma se puso a llover en Palma y otras zonas de Mallorca. No fue el diluvio ni un arca como la de Noé emergió cuando dejó de llover -llovió relativamente poco - y volvió a salir el sol pero habrá que incorporar esa referencia sobre la lluvia en la novela, o lo que sea, del (¿o es la?) covid-19.



miércoles, 16 de septiembre de 2020

Y Rock and Press ascendió a los infiernos. La evocación de Carlos Garrido

Carlos Garrido contó y cantó la otra noche en Es Gremi que fue un Rock and Press. Bueno, aún lo es. Igual que lo son Miquel Massuti, Juan Frau, Mané Capilla, Garlos Grauches y, cómo no, Gabi Rodas, a quién Garrido sitúa como figura clave y fundamental para entender su ascenso a los infiernos. El suyo y el de quienes ya sólo aspiramos a quemarnos allá.

Garrido nos transportó la otra noche, recordó sus inicios que no hemos olvidado (aquella fiesta del SPIB) y nos recordó esos años (formalmente entre 2005 y 2011) que nos hicieron sentir Dios y nos cambiaron de arriba abajo. Eran, fundamentalmente, periodistas (empezaron a ensayar en el club del Diario de Mallorca, contó)  y nos pusieron ante nuestro espejo. Sumisión, cómo amo mi profesión, cantaban y acertaban. Sí, y también hicieron que perdiéramos nuestras vergüenzas si es que las habíamos tenido alguna vez.  La otra noche, en Es Gremí, Garrido recordó sus noches pero evocó otras que compartimos. Además de rockero y periodista, sabe contar su vida y le añade magia. Lo hizo en su libro La estrella fenicia y ahora confiesa que está especialmente orgulloso de haber sido un Rock and Press. Lo repitió varias veces y, además, aseguró que es lo mejor que le había sucedido como periodista. Que si para algo le había servido esa profesión que pone de vuelta y media con más razón que un santo era para subirse al escenario de  Rock and Press. No es para menos tamaña gesta. Sobre todo, viviendo como vivía entonces en una ciudad perfecta que gobierna una alcaldesa que es cronista del Mallorca y se viste de pagesa.

Eso sí, y por seguir con lo de la otra noche: si alguien nos hubiera contado hace años que para evocar al grupo que nos hizo suyo (no es tercera persona ni falso plural mayestático; es plural, sí, pero nada falso porque es colectivo, mágico y majestuoso) íbamos a tener que lavarnos la manos al entrar, enseñar algo que nos identificara, ocupar mesas separadas repartidas sobre un espacio que no puede ser otra cosa que pista de baile, taparnos boca y nariz con mascarilla, no tomarse una o ciento una birras  ni tampoco grita ro  apartar la silla y que los pies te llevaran a bailar, habríamos deducido que Gabi Rodas se había tomado algo. O que, entre todos, nos estaban poniendo a prueba por ver hasta dónde llegábamos.  Hasta el infierno, claro. Si es por y con Rock and Press. R&P, quémame.




lunes, 20 de julio de 2020

Prólogo


Entre el 14 de marzo y el 19 de junio  de 2020 España vivió en  estado de alarma. Nunca en democracia se había tomado una medida así. Suponía limitar la movilidad de las personas y  también sus libertades, incluída la de salir a la calle. Fue la respuesta del Gobierno estatal -una respuesta similar a la de otros gobiernos del mundo- a una pandemia, la de la covid-19, provocada, al parecer, por un virus mutante al que se bautizó como SARS-cov-2, que se detectó por primera vez en la ciudad china Wuhan y que, supuestamente, había saltado de animales a humanos. Todos los ingredientes, en fin, para una historia que nos situaba en un escenario distópico que sólo acertábamos a relacionar con el cine o la literatura. Lo que sigue es una mirada   a aquellos días, escrita al momento, mientras las cosas iban sucediendo, que va de lo general a lo particular y que tiene más preguntas que respuestas.
  Así, entre lo general y lo particular, observando y tomando nota de lo que acontecía, vivió la inmensa mayoría de la gente todo aquello: relatando en directo  lo que estábamos protagonizando. Nadie nos había preguntado  antes qué papel queríamos jugar, ni si queríamos jugar alguno. Sencillamente estábamos allí y, por ese motivo, estrenamos los momentos a la vez que los recordábamos.
   Es  posible que todo lo que sigue sea sólo la primera parte de algo que aún no sabemos cómo terminará y, ni siquiera, si terminará. Esto es lo que se percibe desde julio de 2020 y desde unas vacaciones de verano diferentes a las demás. Seguramente cualquier otro año habría estado en Boquiñeni (Ribera Alta del Ebro, Zaragoza) y allí hubiera afrontado  lo que me había planteado como epílogo y que se quedará, finalmente, en prólogo.
    De cualquier manera, el escrito que sigue es el reflejo de unos meses previos y  con alusiones y  detalles  que serán referidos hasta la saciedad en cualquiera de las crónicas del momento: que empezamos a ver gente con mascarillas (y que nos las pusimos), que la gente paseó perros, que descubrimos el silencio a la vez  que  el trino de los pájaros, que se salía al balcón, que anotamos palabras nuevas, que nos preguntamos por la libertad y sobre el momento en que empezamos a ceder y hasta dónde llegaríamos. 
  De lo general a lo particular. Y por eso habrá que aludir a los expedientes de regulación temporal de empleo, a los ERTE. Uno afectó a la empresa donde trabajo. Ah!, que no lo había dicho; que, profesionalmente, me dedico a eso que llamamos periodismo. Por eso en las páginas siguientes  me pregunto tanto por el papel que juega el periodismo. Dejo opiniones mías y otras que me llevaron a la reflexión. Y cuento cómo afectó el ERTE a mi día a día y cómo lamenté  la histórica desmovilización laboral y sindical que nos caracteriza. Que si la desmovilización es siempre una muy mala noticia, en tiempos de crisis es una tragedia. Hubo, cómo no, momentos de esperanza; también, y en lo que a mí se refiere, relacionadas con los medios de comunicación. Llegué a imaginar, por cierto, que el día 31 de marzo de 2020, sería en UH como aquel 21 de julio de  1969 y que asistía a lo más parecido a un pequeño paso para un hombre (y sobre todo para una mujer) pero a un gran salto para la humanidad. Lo cuento, también, en la historia que viene ahora. 

lunes, 15 de junio de 2020

16 de junio: Ulises en la pandemia


Desde la torre del homenaje del Castillo de Bellver se alcanza toda la bahía. Igual que desde la torre Martello, que también  es circular; donde vuelve a ser, otra vez, 16 de junio y  Dedalus,  Mulligan y Haines han empezado su jornada. Fue allí cerca del castillo,  durante un paseo por las calles altas del barrio de El Terreno en los primeros días del confinamiento, cuando hablé de Ulises con G., que es librera.

    No sé cómo se me ocurrió esta extravagancia, la de meter a Ulises en la pandemia;  paseando la ciudad y hablando conmigo supongo. Lo que sí supe desde el primer momento es que, para contarlo, esperaría al 16 de junio -jornada en la que transcurre el Ulises de Joyce-  y que ese 16 de junio ha llegado. Ya  sé, no hace falta que nadie me lo recuerde. Imagino el comentario de N., “pero que friki eres compañero”, y vuelve a mí en este momento el gesto de C., mirándome como si estuviera loco, cuando le conté mis intenciones para  este martes, día 94 del estado de alarma que se decretó en España el 14 de marzo de 2020 como respuesta a  una patología  vinculada al  virus SARS-CoV-2 y que se llamó covid-19. Guardo en esta Caja de Cosas momentos de aquellas semanas, como las guardo en cuadernos de tapas rojas y en crónicas que se han ido publicando en el diario Última Hora.

   Todas las crónicas para el periódico nacen de un recorrido que empieza siempre cerca de una casa donde me da por pensar en Leopold Bloom y  desde la que no cuesta ver la  torre Martelllo en el Castillo de Bellver. Aunque esas historias se refieren a varios días, no hay nada como jugar con el tiempo y hasta se pueden contar como si detallaran un día sólo. Y no ocuparían, ni mucho menos, 700 páginas.

  No es plural mayestático, sino que siempre fuimos dos y tuvimos que esperar a que se relajara el estado de alarma, en la fase 2 de la desescalada, para entrar al fin en el Castillo de Bellver. Miquel Àngel Cañellas hacía fotos y yo pensaba en lo que escribiría al día siguiente pero (ahora ya lo puedo contar) me recreaba una y otra vez en la sensación que te da tener toda una ciudad a tus pies: veía el puerto, veía la Catedral, veía el bosque, veía las calles del Terreno, jugaba a adivinar los sitios por lo que había pasado o iba a pasar pero, sobre todo, trataba de alcanzar con la mirada una playa que pudiera ser la de Sandycove. A esa hora, más o menos, debían  estar allá,  en Sandycove, Dedalus  Mulligan y Haines. 

   Ese día (en la vida real, no en la imaginada que siempre reconforta más) aún no se habían permitido ni los paseos por la arena ni, mucho menos, el baño en el mar por lo que, de haber alguien, únicamente  podían ser  ellos. Ellos y otro  grupo de bañistas que hablan de una mujer que, parece ser, se dedica a la fotografía y puede aparecer de un momento a otro. Cuando días antes Pilar Pellicer disparaba su cámara en  la playa de  Cala Mayor, ni siquiera había empezado  la desescalada. No había turnos de paseo según franjas de edad, el mar estaba embravecido y lo que  intentaba captar era el vuelo de las gaviotas.


  Leopold Bloom  ha salido a pasear después de comprar un diario que lleva bajo el brazo. Ha desayunado –un tremendo riñón de cerdo que me revuelve las tripas sólo de pensarlo-  y ha entrado en la oficina de Correos. Ese día, como tantos otros, estoy con Jaume Morey. Como andamos  preguntando en la cola de Correos, se nos pasa el momento en que Bloom ha ido a recoger una carta. Que nadie dude que, de no ser por ese descuido, Morey habría disparado su cámara y  hasta hubiera buscado el momento  en que me acercara a Bloom para preguntarle qué estaba haciendo ahí, hacia dónde se dirigía y si, por un casual, iba camino del periódico. Él  -y basta acudir a lo que dejó escrito James Joyce- nos hubiera contado que tenía una jornada ajetreada y que después de zamparse el riñón, pasar por la estafeta de Correos y quedarse  mirando los carteles del teatro  que anunciaban un  Hamlet (no, no se trataba de los carteles del Teatre Principal, pues eran de  óperas que no habían podido estrenarse), pensaba acudir a un entierro y luego, sí, dirigirse al  periódico. Bloom se hubiera  encontrado con Stephen Dedalus hablando con el director del periódico. Claro que, como soy discreto, no me hubiera inmiscuido en su conversación y sí seguido con lo mío.
   Como las terrazas de Palma fueron autorizadas a ocupar espacios reservados donde  antes aparcaban  coches, imagino que  quedarían luego  a tomar un tentempié y,  de regreso a casa, repararían   en las palomas. Las palomas,  y los pájaros en general, dieron mucho que hablar y casi todo el mundo se puso a escribir de los pájaros y de sus trinos. Quién sabe si el pajarismo se  convertirá en un nuevo género literario. Lo más parecido a la Biblioteca Nacional que me tropiezo es mis paseos es la biblioteca de Can Salas y sólo allí pudieron entrar Bloom y Dedalus para seguir hablando de Shakespeare o bien de cómo inventar palabras y juegos de palabras sobre los pájaros en la literatura pandemística y alarmística.
     La gente pasea y habla mucho  en este 16 de junio (que también es un poco el resumen de todos los días del estado de alarma, incluyendo los días en que, paradójicamente, se oía el silencio);  tanto es así que hay tiempo hasta  para los diálogos interiores. Hay uno muy largo y relevante pero  que no sabes como abordar ya que no tiene puntos, comas ni nada que te permita dar un respiro. Acaba con un ‘ sí’, igual que empieza cincuenta páginas atrás.  No sé si cuando todo esto acabe  habré comprendido del todo lo que intenta  decirnos Molly Bloom cada 16 de junio.  De momento me fijo en Pere Bota, que también es muy suyo en la manera de hablar. A veces, cuando vamos por la calle y él busca algo que merezca ser fotografiado, me reprocha que hable solo o que vaya hablando dos pasos por delante y dándole la espalda. Creo que llevamos dos diálogos interiores simultáneos. 
   Hablando de hablar: pero si ese es El Ciudadano. Nada que ver (eso hay que aclararlo) con aquel exdiputado que ha publicado un libro poco antes del estado de alarma y  que, aún confesándose tímido,  acepta que le hagan una fotografía con el carrito de la compra.  Lleva guantes y mascarilla. No le resulta ajeno el nombre de Ciudadano porque su partido se llamaba igual pero  en plural. El Ciudadano al que me he referido antes  es un patriota irlandés que pasea con un perro y que lo seguirá haciendo hoy hasta ya  entrada la tarde. Precisamente, cuando empezó esta odisea que cuento  a mi manera, de lo poco que se podía hacer sin que te llamaran mucho la atención era pasear un perro.  Esta es una historia muy divertida: esa norma, la de que se podía pasear con total libertad con un perro, sólo se anunció de palabra pero nunca tuvo refrendo legal. Y sin embargo, ha sido la que más se ha cumplido y la que más se ha citado. ¡Basta ya de fotos de perros! nos decimos muchas veces. ¡Hay que buscar otra cosa!
Lo que resulta una verdadera lástima es que nunca hayamos llegado a tiempo al momento en que  Leopold Bloom se sube al tranvía. Hubiera  sido un enfoque diferente. Qué bien hubiera quedado  ver a alguien subiéndose a un tranvía cuando  Teresa Ayuga (sólo a ella me quedaba por nombrar) buscaba enfoques para fotografías sobre  cómo se frenó el crecimiento previsto en  la EMT. Durante los días del confinamiento duro,  circulaban pocos autobuses y no se podía ni entrar ni salir por la puerta delantera.  
   Seguramente esto ya se está acabando; quedan poco días para que empiece eso que han dado en llamar ‘nueva normalidad’ y sería una lástima que mantuviera lo peor de la vieja. Pero bueno, la verdad es que  ya se  ve variopintos grupos de gente  por las  calles de Dublín (¿o son las de Palma?)  después de que hayan vuelto vendedores de la rifa de la Once  y empiecen a pasear turistas que vienen de Alemania

   Allá va  un cura. Pero no, no es el padre Benitez , que se dijo varias de las 10 misas en honor de Santa Rita días atrás.   El cura que va por ahí es el padre Conmee, que después del oficio ha salido a dar un  paseo. Que es lo mismo que está haciendo ese hombre de las muletas o aquel  viajante de comercio. Mira, las hermanas Dedalus entre otra gente desconocida. Habrá que  acercarse a esas y otras personas y preguntarles cómo se llaman y si quieren contar su odisea de estos meses. Un  día, y si es 16 de junio, da para mucho. Si hasta va por ahí el propio Lepold  buscando un libro que regalarle a Molly Bloom.  Cruzo los dedos para que elija el Ulises. Sería un bombazo.
 
 

  

jueves, 23 de abril de 2020

‘Mary Poppins’, de Pamela Lyndon Travers (y una pasada por la película de Walt Disney)

Guardaré en esta ‘Caja de Cosas’ momentos de estos días; momentos de la pandemia de la Covid 19 y momentos del estado de alarma que nos está cambiando y nos cambiará. Guardaré aquí (claro que lo haré) retales de esta historia que escribimos todos y todas al mismo tiempo. Desde que empezó el estado de alarma, anoto todo lo que puedo en un cuaderno de tapas rojas. Ahora tengo más tiempo para mí (es la consecuencia de un ERTE en la empresa para la que trabajo y que edita el periódico en el que escribo) además del tiempo que dedicó, con más fortuna que millones de personas, a buscar historias que contar. Pero eso de meter en este blog situaciones, interpretaciones y preguntas sobre lo que está pasando quedará para más adelante.

Hoy hay que estar a lo que hay que estar. Es el Día del Libro y quiero fijarme en uno y recomendarlo sin duda. Es ‘Mary Poppins’, de Pamela Lindon Travers. Es de Alianza Editorial, de su colección El libro de bolsillo y la edición es de 2019. Lo compré días antes del inicio del estado de alarma y lo he leído metido en éste y bajo su influencia. De no ser por lo que está ocurriendo, algunas partes de la historia se me habrían pasado y otras las hubiera entendido de otra manera. P. L. Travers ( la autora firmó así para ocultar su nombre por ser mujer) lo publicó en 1934. Todo el mundo sabe que Walt Disney lo adaptó años después al cine y que no es posible imaginar a Mary Poppins sin ver a Julie Andrews. Por eso daré, también, una pasada por la película.

Cuando lees un libro es como si nadie lo hubiera leído antes. Eso forma parte de la magia que tiene la lectura.Todo lo que ocurre con (o en) un libro es como si ocurriera por primera vez y te sientes la obligación de contarlo y compartirlo. Aunque lo que vas a contar pueda saberlo todo el mundo. Por ejemplo, que nadie dice ‘supercalifragilísticoespialidoso’ en el libro. Y que aunque el señor Banks trabaje en un banco, no se lleva a su hija Jane y a su hijo Michael porque se lo haya pedido Mary Poppins. Ni tampoco Michael se niega a entregar sus dos peniques y la lía parda. Eso sucede en la película pero, inevitablemente, tuve que relacionarlo con lo que pasa fuera del libro después de la polémica sobre dónde hay que llevar a ‘los niños’ en tiempos del coronavirus.

Michael y Jane Banks viven, sí, en el número 17 de la calle del Cerezo. Pero tienen una hermanita y un hermanito con los que no contó Walt Disney. Son dos bebés que cumplen un año en mitad de la novela. Se llaman John y Barbara. Hasta que cumplen un año y les salen los dientes, no sólo se hablan entre sí, sino que (además) entienden el lenguaje de los estorninos y los demás pajaritos, que también conoce Mary Poppins. Antes de cumplir un año, Barbara y John se preguntan que cómo es posible que Michael y Jane ya no sean capaces de entender su lenguaje y que la señora Banks únicamente gesticule, les hable con diminutivos y emita sonidos guturales tipo gugú y cosas parecidas en vez de conversar. Es un capítulo precioso que, leído en estos tiempos en que también hemos descubierto que hay pájaros, cobra un significado especial. Bueno; el señor y la señora Banks tienen un papel totalmente secundario en la novela.

La ‘peli’ tampoco recoge la historia de Andrew y Alondra. Andrew es un perro (¿un perro además de pájaros y niños en el libro breve que me ha entretenido dos de los días del estado de alarma?); Andrew, digo, es un perro y Alondra una ‘señorita’ que lo tiene muy mimado. Apenas le deja salir, si nos es con ella, y lo viste de forma muy rara. Andrew se escapa un día porque se ha encariñado de un perro aparentemente vagabundo. Se va, vuelve con él a casa y le lanza un ultimato a la ‘señorita Alondra’: o él se queda en casa y Alondra acepta las condiciones de Andrew (que no le obligue a comer nata en las comidas ni salir a pasear ‘con abriguitos de colores’) o no le vuelve a ver.

Mary Poppins’ es un canto a la libertad y a la imaginación que la película completa y pone música y canciones. Se complementan pero el cine no llega a algunos momentos del libro pese a añadir otros inolvidables. Ni la historia de la brújula que permite dar la vuelta al mundo sin moverse de la habitación ni el momento brillante que relata qué hacen los animales del zoológico cuando llega la noche y algún humano se ha olvidado de salir, han llegado a la película. Ni tampoco la pregunta de Mary Poppins: “¿Acaso no sabéis que todo el mundo tiene su propio país de las hadas”.

Mary no se lleva a Michael y Jane cuando se mete en los dibujos que ‘el cerillero Bert’ (en la película, Dick Van Dyke) traza con tizas de colores en el suelo del parque. Si entran en el bosque con un lago que acaba de pintar, es porque Bert no tiene suficiente dinero para invitar a pastel de frambuesa a Mary Poppins en uno de sus días libres. Es una cita amorosa más que otra cosa.

Bueno, pues ya ésta. Recomiendo el libro para este 23 de abril, Día del Libro y, también, día 40 del confinamiento. Felices letras, felices sueños y felices libros. Y me agarro a Mary Poppins, que ya sopla el viento del Oeste y veo que se le está poniendo cara de querer dejar la casa del número 17 de la calle del Cerezo.

lunes, 2 de marzo de 2020

Mallorca,1984: Ernesto Cardenal y alguna confidencia

Julio Cortázar estaba invitado. Pero  no pudo acudir. Desde París había enviado una carta manuscrita a Marita Frau, que dirigía el Centre d' Estudis Gabriel Alomar  y participaba en la organización de aquel evento. Guardo una fotocopia de esa carta entre las páginas de Rayuela. "Mi salud no es buena y de ninguna manera puedo comprometerme ahora a asistir al encuentro del mes de marzo" escribía con letra menuda pero totalmente legible.  La carta esta fechada en Paris, el 22 de  septiembre de 1983 y el 'encuentro del mes de marzo' al que aludía Cortázar eran las Jornadas Latinoamericanas que se celebraron en Mallorca en marzo del año siguiente. Murió un mes antes pero fue, igualmente, su gran  protagonista.
   El otro protagonista fue Ernesto Cardenal, que ha muerto este 1 de marzo de 2020. Le vi entrar en el Teatre Principal de Palma, donde se inauguraban esas jornadas que pretendían  debatir el presente y futuro de la cultura latinoamericana. Era una iniciativa del Centre d'Estudis Gabriel Alomar, de la Universitat de les Illes Balears  y de la emisora Radiocadena Española que, para entonces, emitía en Mallorca una programa llamado V Centenario. 
   Era por la tarde. Quien entonces estaba hablando sobre el escenario del Teatre Principal (no sabría decir, con seguridad, si se trataba de Eduardo Caldarola, un argentino que para entonces se movía mucho por Palma) interrumpió lo que estaba diciendo para anunciar que Ernesto Cardenal -que además de cura, poeta y revolucionario  era ministro de Cultura de Nicaragua en aquella época-  acababa de llegar. Y recorrió   lo que va de la entrada de la sala al escenario. Bajito, sonriendo, cogiéndose una mano con otra y levantando luego ambos  brazos unidos por las manos  a modo de saludo mientras avanzaba entre aplausos. 
  Le vi desde un palco del Principal, muy arriba. Y quizá por eso me pareció tan bajito. Si  estaba yo allí es porque (además de apetecerme mucho)  me habían encargado en el diario Baleares que estuviera allí. No me lo podía creer. Y, menos todavía, que vería  entrar a Ernesto Cardenal y que éste nombraría a Julio Cortázar.  Y tampoco me podía creer que, otro día, estuviera delante de Cardenal cuando dijo que no tendría ningún inconveniente en que los Estados Unidos enviaran observadores a Managua para las elecciones  siempre y cuando Nicaragua pudiera enviarlos a las presidenciales de noviembre de aquel año.
  Volví encantado al periódico, que agotaba sus últimos tiempos como diario del Estado. A Jaime Jiménez, que era el redactor jefe, le hizo gracia mi entusiasmo y que, prácticamente,  me ofreciera voluntario para cubrir aquel evento que duró varios días. Y le dio por llamarme sandinista y Sandino. Luego, por abreviar, se quedó en Sandi. Y todo el mundo empezó a llamarme así. Cómo me dio por sustuituir la i latina por una griega al escribirlo,  no lo sé. Pero ahí sigue, desde entonces hasta ahora, 36 años después.
  Aquellas Jornadas Latinoamericanas reunieron en Palma a  un nutrido grupo de escritores,  escritoras y  representantes políticos. No sólo Ernesto Cardenal. También  Oswaldo Soriano, Nélida Piñon o Roberto Fernández Retamar. Te podías cruzar con cualquiera  y preguntarles directamente. El cubano Fernández Retamar, que era muy alto, casi me fulmina  con la mirada cuando le pregunté por algo que había dicho el poeta disidente Valladares. Recuerdo que le llamó 'la cosa Valladares'. Entonces, como ahora, yo metía la pata. No puedo ocultar por más tiempo que en alguna información de aquellos días  escribí que en la clausura intervendría Maria Helena Olivares a la que me referí como   'cantautora' en vez de como  soprano colombiana.
   Ha muerto Ernesto Cardenal. Y yo he recuperado una parte de mi memoria  de estos tiempos para guardarla, entre otros recuerdos,  en esta 'caja de cosas'.