martes, 29 de diciembre de 2020

El año en que me llamó Madame Bovary (Una mirada entre libros al 2020 que se va)

Entré en el primer estado de alarma con La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes (Tusquets, 2020). Lo recuerdo bien porque me había puesto con él en vísperas de la manifestación del 8 de marzo y porque, recién regresado de ésta – de la de Palma- quiso la casualidad (o esa circunstancia mágica de los libros cuando se las ingenian para llamarte la atención en el momento preciso) que el psiquiatra Germán Velázquez le estuviera contando en esos momentos a María Castejón que mientras en el manicomio de Ciempozuelos celebraban la festividad de San Juan de Dios el 8 de marzo, lo que se conmemoraba en otras partes del mundo (no en la España franquista, naturalmente) era el día de las mujeres trabajadoras.

Entré en el primer estado de alarma enganchado con esta historia (todavía no sabía de la relación de María Castejón con Mallorca) pero, además, entré a una librería mientras el Consejo de Ministros se reunía para aprobarlo. Aquel 14 de marzo que ya todo el mundo sabía que iba a iniciarse un tiempo muy incierto para hacer frente a la pandemia por el coronavirus me metí en una librería y salí de ella con Pequeño elogio de la fuga del mundo (Alfaguara, 2019), de Rèmy Oudghiry y Mary Poppins, de Pamela Lyndon Travers, en una versión de Alianza Editorial. Mary Poppins, ya saben: aquel libro de 1934 que luego convirtió Walt Disney en película. Iba tras el primero, el Pequeño elogio…, desde semanas atrás. Lo que no podía imaginar es que lo leería en pleno confinamiento y obligatoriamente fugado del mundo. Y en relación al segundo, sólo comentar que pasar la Semana Santa de 2020 (los días del confinamiento más duro) en la calle del Cerezo número 17 ha sido uno de los placeres del año que se despide. Igual que pergeñar durante semanas cómo diablos iba a meter la trama del Ulises de James Joyce en la pandemia. Esperé al 16 de junio (iniciada ya la desescalada y camino al final del primer tiempo del alarma) para culminar mi propósito. Pero no contento con eso, compré cuando abrieron otra vez las librerías una nueva edición (Lumen, en reimpresión de 2019); me releí el libro de principio a fin, enloquecí con los signos de puntuación, me perdí entre sus guiones y paréntesis y subrayé del prólogo de José María Valverde que “Ulises sería, formalmente, el descubrimiento de una nueva literatura, el equivalente a la concepción de la relatividad en física”.

Tengo claro que este año los libros me han ayudado más que nunca, los que leí por primera vez o releí y también los que, además de leer, me leyeron a mí. Es el caso, sin ninguna duda, de El infinito en un junco (Siruela, 2019), de Irene Vallejo, que me atrapó durante el segundo estado de alarma en vísperas de las Navidades y es una maravilla de la primera a la última página. Lo considero el libro del año de 2020 aunque se publicara el anterior. Si alguien me ve por la calle el próximo año paseando con la Iliada o la Odisea en alguna edición que no sea la de los libros de la colección Auriga de mi infancia, ya podrán intuir quién es la responsable.

Seguramente de no ser por la pandemia no me habría puesto con dos títulos a los que recurrí cuando las librerías todavía estaban cerradas y que cogí (con permiso de sus guardianes de la sección de Cultura del periódico) de un armario de la Redacción: Los nombres epicenos de Améli Nothomb (Anagrama, abril de 2020) y Una vida sin fin, de Frèderic Beigbeder (también Anagrama, enero de 2020). De este segundo, sólo recordaré la cita de Mark Twain que coloca al principio y que fue el señuelo para engancharme cuando se cumplía el día 46 del estado de alarma: “la diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción debe ser creíble”. Y todavía añadía Beigbeder, ya de su cosecha: “¿pero qué hacer cuando la realidad ya no lo es? Hoy la ficción es más disparatada que la realidad”. No sé si recomendaría esos libros o no; ni siquiera aclaré si me gustaron. No los enviaría (eso, nunca) a la hoguera y quedrarían salvados en el donoso escrutinio aunque perderlos tampoco supondría un trauma.

De todos modos (y de eso me he dado cuenta este año), siempre es bueno no perder ningún libro de vista porque te llamará en el momento oportuno aunque no lo busques. Ese es el caso de Madame Bovary, de Flaubert. Me llamó cuando el estado de alarma de marzo había superado por pocos días los dos meses. Era (bueno, es), una edición de 1962 (el año que nací yo) de Vergara SA. Versión castellana, prólogo y notas del catalán Joan Sales. Ese ejemplar, papel biblia y cubiertas granates, formaba parte de los libros que tenía mi padre en un mueble que era una estantería con cristales y algo parecido a un pupitre. Un mueble misterioso en una habitación de techos altos al que llamábamos ‘el secreter’. Pongamos que la historia de Emma Bovary estuvo esperándome y haciéndome señas cincuenta años o más y que no me he enteré hasta el 2020 que se va. Pero, entre otra muchas razones, sólo por el modo en que el amante Léon Dupuis elige para seducir a Emma vale la espera: le dice algo así cómo que se deje envolver por la magia de la ficción, que se recree en detalles y personajes y se figure que palpitan bajo sus trajes. Que se meta en las historias vamos. Y ella, la Bovary, le responde “es verdad, es verdad”. He dicho amante y también me crucé con El amante de Marguerite Duras, en una edición para la colección de libros de El País de 2002. Leer aquel principio inolvidable cuando empezaba en mayo la quinta prórroga: “Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se acercó. Se dio a conocer y me dijo: ‘La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado’”.

Devastado.

Cuántas veces habré confundido yo realidad y ficción estos meses.Salía por la mañana a buscar historias que contar al día siguiente en el periódico y, por la tarde, me metía en las historias que me llamabana mí. Supongo que, por eso, también me dio por llevar un dietario, que es lo que tanta gente ha hecho. Jorge Carrión, por ejemplo. Su Lo viral (Galaxia Gutenberg, 2020) es un falso diario que te transporta adelante y atrás (en un momento dado, hasta  se cruza con Irene Vallejo, que le presenta en una libreria de Huesca) y, con sus palabras, con las de Carrión, confirmé algo que intuía, que “el diario es contradicción y contra dicción, un género escrito en contra de sí mismo”. Explica Jorge Carrión cómo un virus desconocido entró por la mañana en el cuerpo de un hombre y cómo, esa misma tarde, empezó el siglo XXI. Y, claro,eso le lleva a acordarse de Stefan Zweig y del mundo de ayer.

Tenía muy pensado cuando iba a sumergirme en El mundo de ayer. Memorias de un europeo de Stefan Zweig (Acantilado, reimpresión de 2019): en julio, frente al mar de una playa de Mallorca sin turistas y recién iniciadas las vacaciones justo once días después de que terminara el estado de alarma y empezara eso que, entonces, se dio en llamar ‘nueva normalidad’. Qué mejor momento –me dije y acerté- que dejarme llevar por la nostalgia de Zweig hacia el Imperio austrohúngaro y por sus reflexiones sobre cómo la primera guerra, el periodo de entreguerras y la guerra de después se habían llevado por delante toda las seguridades que parecían llamadas a permanecer siempre. Que tras ese título llegara tarde o temprano (como llegó) el pequeño gran Mendel, el de los libros (Acantilado, 2009, duodécima reimpresión de 2020) sólo era cuestión de esperar. Al fin y al cabo, como cuenta el narrador, “los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.

Este 2020 se ha reeditado Andrea Víctrix, de Llorenç Villalonga (AdiA Edicions), que fue Premi Josep Pla 1973 y es la gran novela de ciencia ficción de la literatura en catalán. Es la memoria de una Mallorca distópica con el turismo como dios de la Isla y con una clase alta y dominante formada por camareros y ‘maitres’ de hotel. Había olvidado totalmente que Villalonga empezaba su historia recordando a Flaubert cuando dijo ‘Madame Bovary soy yo”. ¿Todavía habrá quién se resista a admitir que si me dio por volver a Andrea Víctrix en la distopía de 2020 fue por alguna conjura literaria tramada en algún cruce del espacio tiempo?

Estaba con Rewind, de Juan Tallón (Anagrama, 2020) cuando terminó el primer estado de alarma. El libro se había publicado en febrero, el mes anterior a aquel Consejo de Ministros que lo declaró, e iba yo por la página 191 (“la vida se vuelve un disparate sin que te des cuenta, a traición”, anotaba alguien cuando ya quedaba meridianamente claro por qué un viernes de mayo se produjo una gran explosión en Lyon que cambió por completo el rumbo de los personajes de la novela) cuando daban las 12 de la noche de la jornada 98 del estado de alarma, la última antes del inicio de un verano que se presentía maravilloso aunque igual no lo fue tanto. Rewind es otra de estas historias que se me quedarán unidas al año de la pandemia. Más allá de lo que cuenta una novela, siempre permanecerá el cómo te sientes – y en qué estás- al leerla. 

Tendría que ir acabando pero me cuesta dejar atrás el año en que me llamó Madame Bovary, que me enamoré de María Castejón o descubrí el infinito con Irene Vallejó como si estuviera cayendo con Alicia tras colarnos por el tronco de un árbol. Antes habrá que nombrar a Séneca y a El arte de mantener la calma. Un manual de sabiduría clásica sobre la gestión de la ira (Koan, 2020), esa “especie de locura” que “nos hace darle importancia a lo que no la tiene en absoluto” y que, en un año como este, funciona como un manual para moverse en las redes sociales. Pero también toca recordar antes de la despedida  un libro que había empezado a leer a finales de 2019 y cuya lectura fui completando, intercalándola con otras, durante los días del confiamiento por el coronavirus. No tiene que ver con los anteriores salvo que, por su lectura en un año como el que se acaba, te hace buscar explicaciones más próximas a todo. Me refiero a Capital e ideología, de Thomas Piketty (Deusto-Planeta, 2019). El liberalismo ha muerto; ya nada es posible fuera del intervencionismo público y este año de Eres y Ertes lo evidencia claramente. En un año como el que termina no podía hacer otra cosa (y lo hice) que buscar claves de lo que estaba pasando en La peste, de Camus, en un ejemplar (prestado) de Edhasa, traducción de Rosa Chacel, marzo de 2005. Me he asomado a otros textos, a algunos por simple curiosidad, por ver cómo iban contando otras personas lo mismo que estábamos viviendo el resto. Casi ninguno es absolutamente prescindible aunque sean sólo algunos los que te marcarán y nunca olvidarás.

Todavía me quedan pendientes algunos de este año, que me miran – allá, a la izquierda de donde escribo- con ojos golosos y hasta oigo cómo me dicen “cógeme, ábreme”. Me da que el que más empeño está poniendo es Las maravillas, de Elena Medel (Anagrama, 2020) y empezaré enero con él. Hay otros que están tranquilamente en los escaparates de las librerías ajenos a que, tarde o temprano, me haré con ellos. Tendré que ponerme, también, con el primero que ha escrito un amigo periodista (La memòria esclava, de Joan Riera, Edicions Balèria, 2020) y cruzaré los dedos (nos volvamos a confinar o no) para que Vila-Matas publique libro en 2021. Al fin y al cabo, Vila-Matas (igual que sus libros y todos los libros) no se acaba nunca. Este texto, sí. Este escrito sobre el año en que me llamó Madame Bovary se acaba aquí mismo. Gacias por la paciencia, sigan devorando libros (o dejen que ellos les devoren) y feliz 2021.


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