jueves, 29 de octubre de 2020

El primer estado de alarma (I)

 

Hoy se cumplirá una semana de la declaración del estado de alarma en España. Hace siete días, un sábado como hoy, me preguntaba cómo empezar a contar esta historia. Recordaba el principio de Odessa, la novela de Frederick Forsyth: “Todo el mundo parece recordar qué estaba haciendo el 23 de noviembre de 1963 en el preciso momento en que se enteró de la muerte del presidente Kennedy”. La declaración oficial del estado de alarma, sábado 14 de marzo, ya se había anunciado un día antes pero la comparecencia del presidente Sánchez se retrasó más de lo previsto. El Consejo de Ministros se alargó – hay diferencias entre Pedro y Pablo, informaban los digitales- y el estado de alarma empezó a aplicarse un día después, el domingo. Ese domingo ya no abrieron los bares ni hubo donde tomar café fuera de casa.





No sé si éste es el arranque ideal. Tampoco sé aún si será esto una crónica apresurada (empiezo a escribirla a bolígrafo en papel, pasará luego por un ordenador y regresará al papel), una novela o una reflexión sobre distopía y realidad. Lo iré viendo sobre la marcha.





Todos vamos a escribir la misma novela o la construiremos sobre los mismos mimbres; detallaremos, seguro, los siete días – entre domingo y domingo- que nos cambiaron y contaremos que empezamos a ver gente con mascarilla por las calles (o que nos la pusimos); que todo empezó unos días atrás cuando la población asaltó los supermercados (pagando, eso sí) y arrambló con el papel higiénico. Y escribiremos ‘confinamiento’ y contaremos de la gente que tuvo que quedarse en casa y de cómo la policía (y también el ejército) patrulló las calles y pedía la documentación. Relataremos cómo construimos nuestra novela mientras todo iba pasando y cómo nos convertimos en protagonistas de las fábulas futuristas y de la historias distópicas que habíamos leído. Y de las películas que habíamos visto, Doce monos, por ejemplo pero también otras. Y tendremos que contar también cómo mientras llegaba el siguiente domingo al primer domingo supimos que el virus afectaba primero a los mayores, que era el sector de la población aparentemente más vulnerable y leímos como los hospitales decidieron que había que dar prioridad a pacientes con más esperanza de vida. Y todos y todas escribimos y nos hicimos preguntas, miramos la tele y observamos por las ventanas. Algunos (como yo) además de pensar en una novela o en una relación apresurada, también escribíamos en un periódico cuando empezó todo. Y un día (fue un jueves) la empresa que lo editaba anunció un expediente de regulación temporal de empleo (como otras miles y miles de empresas) e incorporamos esas siglas, ERTE, al vocabulario que creábamos y que se colaba en nuestras vidas. Todos vivimos lo mismo y lo empezamos a anotar, sin saber exactamente para qué. El mundo que conocimos cambió de la noche al día. Estábamos viviéndolo todo al momento en plena era de la comunicación universal instantánea y de las redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram y otras.

¿Un prólogo? ¿Esto es un prólogo o es ya la historia? Escribimos y escribíamos (habrá que definir el tiempo para la narración sobre la marcha) con un ojo pegado al móvil y a la tele y otro a nuestro interior. El coronavirus – todo esto va del coronavirus de 2020- como un espejo de nuestra realidad. Acaparamos metáforas; todo eran metáforas, paradojas y comparaciones cuando cruzábamos la primera semana.





La gente volvió a comprar periódicos de papel o eso nos dio por creer. Los quioscos abrían, igual que los estancos (algunos estancos vendían también periódicos), las farmacias y las tiendas de alimentación y volvieron a verse en los estantes más diarios de papel. Como en aquellos domingos de la década de los ochenta e inicios de los noventa cuando salías a pasear y quedabas a comer con alguien que llegaba, como tú, con bolsas de periódicos. El anuncio del ERTE en la empresa coincidió con los días en que la gente volvía a comprar diarios de papel. Es posible -entonces no podía saberse- que aquella vuelta al papel ocurriera solamente el primer fin de semana de alarma y que luego todo continuara como estaba antes.



Unos días antes de que el mundo que habíamos conocido se viniera abajo (que es una frase que se repetirá en todas las crónicas sobre aquellos tiempos) El País había puesto en marcha una campaña para explicar que el futuro era digital (lo explicaba también en su edición impresa) pero que resultaba imprescindible pagar por leer en digital; que esa era la única manera de preservar la independencia y en eso estaban -explicando y vendiendo su nueva estrategia – el día que estalló todo y decidieron que, por el interés informativo y la sed de saber, los contenidos digitales volvían a ser ‘en abierto’. Por un mes, se dijo primero.



El domingo 22 de marzo –cuando se cumplía una semana de primer día de alarma- salió el presidente Sánchez por la tele y anunció que se prorrogaría quince días más y que la prórroga coincidiría con la Semana Santa. Las procesiones de Semana Santa – que, lógicamente, se suspendieron- eran una especialidad de Última Hora. El periodismo de procesiones, como el periodismo de mises, era una seña de identidad de UH. Empezamos a comprar periódicos de papel (era una excusa para salir de casa) y, sobre todo, las calles se llenaron de gente que paseaba perros. Cuando Sánchez anunció el estado de alarma, y explicó lo que se podría hacer y lo que no, comentó que “por ejemplo” sí estaba permitido sacar al perro. Aunque esa norma no llegó al BOE (Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, número 67, sección I, página 25390 y siguientes), todo el mundo se la aprendió y aplicó a rajatabla.



La tele daba cifras de muertos y afectados por la pandemia como ya habías visto en películas o leído en novelas. El periodista Jaume Oliver publicó meses antes un libro al que llevaba dándole vueltas hacía años y que tituló Crònica desordenada de Ciutat Antiga (Pagès editor, 2019). Un proceso que llevó a la contaminación del aire había acabado en su novela con el mundo tal como se había conocido hasta entonces, con la particularidad de que, además, estuvo muchos días lloviendo. Parecía un relato de anticipación a lo que estaba ocurriendo e, incluso, el segundo domingo del estado de alarma se puso a llover en Palma y otras zonas de Mallorca. No fue el diluvio ni un arca como la de Noé emergió cuando dejó de llover -llovió relativamente poco - y volvió a salir el sol pero habrá que incorporar esa referencia sobre la lluvia en la novela, o lo que sea, del (¿o es la?) covid-19.