Hay
momentos, gestos, actitudes y personas que te marcan para acompañarte toda tu vida sin saber exactamente por qué. Los hermanos
Duran, por ejemplo. Xisco y Miquel Duran Pastor (el primero murió
hace ya algunos años; el segundo, este 10 de abril de 2016) tenían
algo en común: la música clásica y la lectura de periódicos. Si
de aquel grupo --digamos heterodoxo-- que, en los años setenta, pasó
por sus clases del colegio San Luis Gonzaga de Palma (lo mejor de
cada casa, que se decía entonces) salió alguien que se dejara
seducir por alguna de aquellas aficiones, habrá que atribuirlo, en
parte, a ellos.
Miquel
Duran, que para entonces llevaba la asignatura de Historia en BUP,
solía llegar a sus clases con los diarios leídos y, encima, hacía
bandera de ello. Alguna vez entraba con alguno bajo el brazo, pero
su teoría era la siguiente: que había que desconfiar de quienes, de
buena mañana, aseguraban que todavía no habían leído el periódico
y que se lo reservaban para la tarde. Era muy irónico (para buena
parte de quienes le escuchábamos aquellas mañanas, a qué negarlo,
un punto de insoportable o pedante). Fingía que no entendía según
qué cosas, pero lo hacía pensando en algún añadido a sus
clases. Por ejemplo, cuando afirmaba que las discotecas eran como los
hipogeos egipcios. O cuando ironizaba sobre conversaciones que decía
haber oído por la calle. ‘Me encuentro a gente que me dice vamos
a galerías y resulta que no van a ninguna exposición ni nada
parecido, van a Galerías Preciados’, soltaba. Y, entonces, hacía
un gesto de complicidad consigo mismo y miraba al fondo del aula por
si habíamos captado la ironía.
Su
hermano, ‘el señor Francisco’ (él era ‘el señor Duran’, o
Miguel Durán, así en castellano), no llevaba una asignatura en
concreto cuando leía el periódico . Llenaba unos tiempos muertos,
de una hora, que eran de ‘estudio’ o ‘repaso’. Llegaba con el
diario, lo abría, lo ponía sobre la mesa y se enfrascaba en sus páginas.
Recuerdo una Ultima Hora, que entonces salía también por la tarde,
con el resultado de las presidenciales de Estados Unidos. Un chico
puertorriqueño, creo que se apellidaba Lastra, estiraba el cuello
desde su asiento para tratar de leer el titular. Francisco Duran le
dijo: ‘Sencillamente, que ha ganado Carter’. Él respondió ‘Yo
iba con el otro’. Y Duran, Francisco, se limitó a comentar: ‘
No era electo’. Se refería a que Ford había sustituido a Nixon
como vicepresidente tras el Watergate y que Carter sí había pasado
por las urnas. Y así, con ese ‘no era electo’, te enterabas
del sistema electoral americano mucho antes de que ese asunto formara
parte de alguna asignatura si es que, alguna vez, enseñar eso entró
en los manuales de estudio. Quizá, instigar la curiosidad sea la
única manera de hacerte aprender algo, aunque sea fuera del guión.
Como aquella vez que se presentó con Carmina Burana y un tocadiscos
prehistórico. Y Dios me libre de idealizar demasiado el sistema
educativo del franquismo agonizante o de los primeros años de
democracia. Sólo puedo agradecer, eso sí, no haber ido a un colegio
de curas, pese a que llegara a ver cosas que hoy serían
sancionables, como pegar chicles en el cabello o dar bofetadas con
las dos manos. Pero, como todo tiene momentos buenos, a veces, surgía
algo interesante: las clases de los Duran, por ejemplo.
Supongo
que ver pasear a los hermanos Duran con sus periódicos me ayudó a
querer a los diarios de papel. El primero que recuerdo haber comprado
es una Ultima Hora del día que se murió Franco, el 20 de noviembre
de 1975. 'Arias lloró’, se veía en aquella portada que retengo.
Hace
alguna semanas, la última vez que me crucé con Miguel Durán por la
calle, también me habló de periódicos. Apenas sin voz, apoyándose
medio cuerpo en un bastón, y como si hubiera salido de casa sin
avisar, me contó que ya sólo leía los diarios italianos y que
intentaba llegar a una papelería de Jaume III por ver si tenía el
que buscaba. Había dejado de interesarse por los periódicos
españoles, me dijo. Y con menos fuerza de lo que era habitual en él
las veces que me lo he encontrado muchos años por la calle, se
llevó una mano a la frente, que era su gesto habitual cuando quería
mostrar asombro por la actualidad. Se despidió amablemente y no
le volví a ver más.
Miquel
Duran publicó en diciembre de 2013 una suerte de Memorias, Girant
l’ullada cap enrere (Coc 33, Serveis Editorials, SL), un libro que
iba más en el estilo de los aforismos que en el de una autobiografía
al uso. Me contó que escribir así, sin orden ni concierto y
dejándose llevar por los pequeños momentos, como si fueran aforismos, era algo que había
aprendido de Tòfol Serra, otro de esos profesores que te cambian la
vida gracias a su personalidad arrebatadora y fuera de lo común.
En su
último libro, Duran incluye momentos que nunca nos hubiera contado
en sus clases de San Luis, cuando se enfundaba su traje de las
ironías. Por ejemplo, que jamás pudo olvidar la muerte de una
hija de un año después de que su padre y su hermano no pudieran
hacerse con un depósito de oxígeno en la Cruz Roja porque ‘salieron
de casa desesperados sin coger la cartera” (página, 120). Si eso
no es desencanto indignado y crítica social, es que seguramente aún no se ha
inventado.
El final
de Girant l’ullada... es Duran en estado puro. Aventuraba que como era muy posible que el tiempo que quedaba ‘ya no sea de poesía’, sólo cabía esperar un ‘Götterdämerung’, el
wagneriano ocaso de los dioses. Quedo a la espera. E intentaré contarlo.
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