Hay palabras que, cuando las pronuncias y te escuchas pronunciándolas, pierden su significado y hasta se vuelven ridículas. Sobre todo si son del tipo dignidad, coherencia o así. Esas palabras nunca puedes emplearlas refiriéndote a ti mismo -tampoco, adornar con esas cualidades algo que has hecho- porque quedas como un perfecto imbécil o un presuntuoso. Eso, como otras muchas cosas, lo aprendí (posiblemente sin que pasara por su cabeza nada parecido a enseñarme algo) de Sobral, de Gabriel Ferret Sobral, que se ha muerto este mayo de 2022 y que fue, sobre todo, un inconformista y un espíritu libre a quien tuve, he tenido y tendré como mi ácrata de cabecera
No sé como empezar; lo más lógico sería por cómo o dónde le conocí. O en qué circunstancias. O quizá por aquel momento -una tarde, frente a una barra, bastantes años después- en que le abracé. Él me miró y me dijo: "¿Sabes que es la primera vez que me das un abrazo?". Y yo diría que expresó cierta emoción.
Estábamos hablando de la memoria y de la costumbre, que al parecer ya no se estilaba, de recitar en voz alta. Uno de los dos, posiblemente él, se arrancó con Gabriel Celaya y "cuando ya nada nos queda personalmente exaltante" y el otro continuó. Y así hasta econtrarse las dos voces diciendo a la vez: "Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que lavándose las manos se desentienden y evaden, maldigo la poesía de quien no toma partido, partido hasta mancharse".
Uy, pero cómo me voy por las ramas. Si yo estaba con lo de la dignidad y otras palabras que pierden su significado cuando las pronuncias creyéndote que hasta que tú no lo haces no han existido.
Eran los tiempos del diario 'Baleares' de la época en que lo había comprado Pedro Serra y montado una redacción alucinante, una especie de casa de locos y locas que nadie entendería hoy. Allí conocí a Sobral y sin que se enterara le elegí como maestro.
Una tarde, en aquella redacción, yo me puse muy digno -o creí que yo me ponía muy digno- y le dije al redactor jefe que me iba, que me habían cambiado un texto (o dirigido demasiado lo que tenía que escribir, ahora no recuerdo el detalle) y que hasta ahí podíamos llegar. Durante el calentón, que acabó en nada (bueno sí, con una conversación con Pedro Serra de la que salí convencido de que, en el fondo, despreciaba a las personas sumisas); durante el calentón, ya digo, hablé con gente del periódico. Hablando con Sobral, utilicé la palabra dignidad y otras de ese estilo, supongo que con entonación melodramática y como si estuviera a punto de cambiar el curso de la Historia. Sobral me miró, supongo que con un gesto parecido al del viejo de la fiesta de la cerveza de la película Cabaret después de que los nazis terminan de cantar, y me vino a decir que no me pusiera estupendo, que hiciera lo que quisiera hacer, pero que las cosas se hacen y no se pregonan. Seguí en el periódico, claro, y poco a poco fui ampliando mi mundo y conociendo a gente que seguramente, sin Sobral, nunca se habría cruzado en mi camino.
Gabriel Ferret Sobral, a quien empecé a leer cuando escribía (creo recordar) en el Día de Baleares, fue un estrecho colaborador de Camilo José Cela y sabía mucho del valor de las palabras porque las prestaba. Escribía editoriales en los periódicos, utilizaba firmas diferentes en sus escritos, escribía catálogos, libros por encargo y libros para otros. Cómo no iba a saber él el valor exacto que tienen las palabras y cuándo se convierten en ridículas.
Sobral había nacido en Palma, en 1946, y estudiado Filosofía y Medicina. Medicina, sí, curioso sabiendo de su desconfianza a la clase médica; sólo equiparable a su desconfianza hacia la humanidad en general.
El confinamiento de 2020 y lo que vino después, las restricciones, la seguridad con la que la gente daba por supuesto que lo sabía todo y lo que él veía como un proceso de sumisión acelerada, le llevaron a confirmar sus teorías sobre un punto de estupidez que arrastraba la especie humana.
Hablamos varias veces durante la pandemia y una vez me contó que estaba escribiendo más allá de lo que publicaba en la columna 'La Eñe' de Última Hora. No sé si esos papeles pandémicos existen, ni si los escribió, ni si los imprimió, ni si los conservó en un USB, ni si los borró, los quemó o se los entregó a alguien. En ese caso, aunque lo dudo, si no eran para publicar, que nadie los publique, que los conserve para sí o se los dé a leer a alguien de confianza. Que nadie haga de esos textos un libro, si Sobral no quería darles esa forma, pues sólo faltaba que acabará en el escaparate de una librería junto a un best seller de turno o las memorias de algún personaje de la tele. Alguna vez le habían preguntado por qué no escribía y publicaba y respondió: "Si hasta Belén Esteban escribe libros". Una vez le enseñé algo que había escrito inspirado por la historia que había tenido con una chica y el me anotó, escrito a máquina en un papelito que me pasó la tarde siguiente en el periódico, un texto de Alejo Carpentier sobre las mujeres de la Odisea que hay en la vida de un hombre.
Lo material le importaba más bien poco, lo contaba a veces de manera desabrida y mal humor pero otras con fina ironía. Nunca supo lo que era una nómina, a veces preguntaba cómo debía ser eso de tener una nómina, vivió siempre de alquiler, sus casas estaban llenas de libros y eligió una manera precisa de vivir y de pasar por el mundo que conservó hasta el final. Fue un hombre de la era del papel y cuando aceptó emplear teléfono móvil ("portátil", precisaba) lo dejaba sobre algún mueble y no se lo llevaba a la calle. Le costaba respirar y vivió hasta que pudo. Y hasta se despidió, sin que se notara que se despedía, de quien quiso despedirse
Es posible, o no, que vaya recuperando más recuerdos y que siga intentando conformar una aproximación a su retrato. No lo sé. Pero he querido intentarlo y dejar constancia del intento en esta 'caja de cosas'. Aunque no me cuesta imaginar cuál sería la reacción de Sobral.
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