El verano de 2022, el tercero después de la pandemia, fue
un verano de mucho calor. Y también de mucha tontería. A menos eso se deprendía
de las polémicas que aparecían como setas en días de lluvia (aunque lloviera
más bien poco o nada) ya fuera como consecuencia de decisiones del presidente
del Gobierno, que luego se arrastraban por las redes sociales, las
televisiones, los comentarios de calle y los periódicos, o por situaciones que
no se sabía bien cómo habían aparecido: por ejemplo, una extraña psicosis ante
el desabastecimiento de hielo por el calor que estaba haciendo. Era como para
temerse que, en cualquier momento, alguien se quejara de que el Gobierno no
estaba haciendo nada o, lo que es peor, que al Gobierno se le ocurriera hacer
algo; quién sabe qué, quizá regular el uso de los cubitos. Unos meses después,
al año siguiente en realidad, se celebraban elecciones. Unas iban a ser de ámbito
autonómico, como las que se habían celebrado en algunas comunidades autónomas
aquel año, y otras, de carácter estatal. Ese año, el tercero después de la
pandemia, había sido también el de la invasión de Ucrania por Rusia. El presidente
ruso, Putin, quiso recuperar el viejo zarismo –o el viejo comunismo, según quién interpretara- y eso había llevado a un escenario como muy de otro siglo.
Era posible recrearse en comparaciones con tiempos pasados echando mano de los
Diarios de Stefan Zweig o de su libro El mundo de ayer. Aquella invasión, contrariamente a lo que
habían previsto los primeros análisis, incluso de personas generalmente bien
informadas y relacionadas con el mundo de la política internacional y de la
diplomacia (en Mallorca se celebró una reunión de diplomáticos para rememorar el contubernio de Munich pocos días
después del inicio de la operación bélica pero se terminó hablando de Putin y
de Rusia), no se resolvió en una guerra relámpago, ni muchos menos; y las
noticias sobre su desarrollo se alternaban en los medios de comunicación con
otras un poco más tontas en julio y agosto. Lo que sí se puso de manifiesto es
que a la crisis económica originada por la pandemia de 2020 (y que vista con
cierta perspectiva parecía menor de lo que se auguró en un primer momento,
posiblemente porque se aplicaron políticas socialdemócratas, aunque eso también
era motivo de interpretaciones diversas en un momento donde todo el mundo era
experto en todo) se unió la que provocó la invasión rusa y que también sirvió
para asistir al nacimiento de una estrella: el presidente del país invadido,
Volodomir Zelenski, que se movía por lo que en tiempos pasados se llamó ‘las
cancillerías’ con gran seguridad en sí mismo. La guerra en Ucrania se tradujo
en una crisis energética y ya en los meses de invierno se habló mucho del
encarecimiento de los precios de la electricidad y de la necesidad de tomar
medidas, no sólo por la guerra, sino también por hacer algo en contra del
cambio climático y, en definitiva, evitar en lo posible que el mundo se fuera
al garete. Los periódicos, las teles y las radios reflejaban todo aquello en
mayor o menor medida.
Un día de aquel
verano salió el presidente a dar una rueda de prensa y, lo primero que hizo
notar, es que no llevaba corbata. Podría haber empezado su comparecencia (que
es la expresión un tanto grandielocuente que se utilizaba en el mundo
político-periodístico cuando alguien salía a decir algo) diciendo que se iban a
tomar una serie de medidas ante lo que se avecinaba igual de las que se estaban
tomando en otros países y que si bien esos otros países ya estaban pensando en
el invierno, su Gobierno iba a empezar por las que también era oportuno
concretar ese verano pues , en España, había más días de sol y temperaturas
elevadas que en otros países del norte de Europa. Así, las ideas que resaltó, a la espera de un
decreto posterior, eran del estilo de apagar antes las luces, limitar los aires
acondicionados y cerrar las puertas cuando estos estaban en marcha. Un poco lo
que enseñaban los abuelos y abuelas de la generación que vivió una guerra de
tres años en España seguida luego de una dictadura bastante larga. En aquella
comparecencia, que estuvo seguida de preguntas, pudo haber apuntado el
presidente que también se estaba trabajando en las medidas para el invierno, en
línea con las que otros países ya habían anunciado. Y, dicho esto, es cuando
hubiera podido referirse a que no llevaba corbata. Que se trataba de un gesto,
pero un gesto que iba más allá, y que pedía a otras personas que lo imitaran.
Las redes hubieran ardido igualmente –lo de los incendios en las redes era una expresión
que se utilizaba cuando algo era muy comentado en la representación virtual y
ampliada de lo que antes eran los periódicos y la calle- pero igual de manera
menos tontuna. Y más, teniendo en cuenta que cualquier cosa que hubiera
planteado el presidente hubiera sido rebatida desde el principal partido de la
oposición, con un presidente recién estrenado pero dirigido desde la sombra por
una lideresa que podría relacionarse, en algún momento, con zarzuelas de otro
siglo ambientadas en Madrid. Todo olía a elecciones. Y a agua, azucarillos y
aguardiente.
Vista desde el
verano de 2022, y desde la mirada desconfiada y despistada con la que se movía
el periodismo de la época, aquel doble proceso electoral del año siguiente se
presentaba como especialmente odioso, sobre todo en ese sector del que
(también) se hablaba mucho. Desde fuera y, también, desde dentro. Poniéndose trascendentes, que es algo muy
propio de los tiempos de crisis y mudanza, cabía alertar que aquello que se
esperaba para el año 2023, bien podría representar la muerte, o el fin, del
periodismo y de la política (al menos en cómo se entendía tiempo atrás) y que
todo llevaba visos de reducirse a un gran escaparate o teatrillo donde se confundirían
los papeles. Parecía el momento de escribir algo como El fin de la historia que
había publicado, primero como artículo y luego como libro, Francis Fukuyama en
1992 pero referido al periodismo y a la política. Todo el mundo sabe que
Fukuyama se equivocó en su planteamiento y que luego se rectificó con toda
naturalidad, pero eso era lo de menos. Aquella campaña electoral del año que
pedía paso (y que había quienes daban por iniciada no meses, sino años atrás),
y vista desde el verano de 2022, parecía llevar todos los ingredientes para acabar
definitivamente con el periodismo y convertir la información electoral en mera
difusión de lemas, tuits y propaganda.
Es cierto, según comentaba la gente más serena
y reflexiva, la gente que parecía resistirse a tirar la toalla, que eso ya
había empezado a ocurrir hace tiempo, mucho antes de que el monstruo de la
inmediatez y la digitalización amenazara al periodismo de papel. Fueron las
televisiones públicas las primeras en sufrir y alertar de lo que estaba
pasando. Se empezaron a enviar cortes de los mítines electorales (cuando
todavía existían como tales) para su redifusión y luego todo fue a peor hasta
llegar a aquel verano: bastaba con que alguien tuviera algo que decir para que
se grabara un vídeo o publicara un tuit y luego se interpretara como la toma de
posición sobre algo o, incluso, como la respuesta a una ley de muchos
artículos. En aquella época, laboriosos gabinetes de prensa se recreaban en
notas donde se añadían palabras que no se habían dicho en algunas ‘ruedas de
prensa’, bien por falta de tiempo o porque nadie hubiera asistido a su convocatoria.
Eso sí, los medios daban a entender que eso había pasado. Y, conforme se
imponía la digitalización, lo que contaba era adelantarse unas décimas de
segundo para repicarlo. A veces un tuit, un mensaje rápido o una ocurrencia,
sentaban cátedra. La idea de aquellos momentos era que había que contarlo todo,
aunque –en realidad-contarlo todo equivale a no contar nada. No es que el
periodismo hubiera dejado de ser el cuarto poder. Es que estaban desapareciendo
los contrapoderes y todo era una misma cosa. No estaba claro (eso también se
debatía) si el periodismo era el poder mismo, un pedacito de ese poder o unas
sombras del poder, como en aquella caverna de Platón. Y, para enmarañarlo más
todo, costaba a veces diferenciar (sobre todo en las pantallas) lo que era
relevante o no.
Un líder político
de un partido que años atrás había suscitado esperanzas de cambiarlo todo (o
exlíder, todo era efímero a la par que inmediato) pasaba de un lado a otro del
tablero, y unas veces quería cambiar la manera de hacer política y otra la
manera de hacer periodismo. Pero tanto en un lado como en el otro, siempre
tenía sus incondicionales dispuestos a secundarle, y amplificar en las redes,
sus lecciones magistrales. En general –y
eso unía bastante política y medios en aquella época previa a las elecciones de
meses después- todo era como muy de banderías, como muy de partido de fútbol
entre equipos rivales. Hubo, por razones diversas, un constante trasiego de
periodistas entre medios de comunicación y partidos que podía llegar a
confundir en aquellos momentos de cierta incertidumbre. El periodismo, empapado
como la política, de las cadenas de mensajes y titulares en red muy masticados
para que fueran leídos y olvidados lo antes posible, vivía inmerso en algo que
había descrito muy bien Remedios Zafra en un ensayo muy exitoso que publicó en
2017: El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Se había
llegado a un punto en que mucha gente se quiso creer que bastaba con dar un
abrazo o un ‘me gusta’ en Twitter y
Facebook para sobrevivir con dignidad. Remedios Zafra publicó luego otro libro,
Frágiles, donde se detenía en el concepto de precariado. Y hasta Juan Luis
Cebrián (que para entonces ya no era aquel periodista de la Transición del otro
siglo) lo elogió; lo que resultaba
muy sorprendente, y en cierto modo impúdico.
La campaña para las
elecciones del año siguiente a aquel verano de 2022, el tercero después de la
pandemia, estaba llamada a ser una campaña básicamente de ‘me gustas’ y de
réplicas acusatorias al estilo de ‘y tú más’.
Una campaña tristemente virtual donde el periodismo podía terminar siendo una pieza
más de la representación o un simple relato del (con perdón) relato. Aquel verano, no publicó El País una
sección de otros años en la que con el nombre de La revista de agosto se
presentaban asuntos que merecían ser leídos con cierto reposo. Curiosamente, desde
enero, se publicaban semanalmente dos revistas culturales en papel que salían
el mismo día. Una se llamaba La lectura y se distribuía con El Mundo; la
otra, El Cultural, creada a imagen y semejanza del Luis María Anson culto y alejado de sus otros yoes menos presentables. El papel tenía su espacio si se especializaba, podía parecer entonces.
El mundo de la
comunicación, y el de la política, andaba muy movido en aquellos tiempos. Incluso el periodismo no panfletario
(entendiendo como periodismo de panfleto el que podía representar la
información política que se daba en medios como OkDiario o La Razón en un lado
y, en el otro, la cadena La Sexta) tenía algún punto de comparación con la
sanidad privada, que tiene que prestar un servicio para garantizar un teórico
derecho (que es el de la salud) pero que tiene que hacerlo atendiendo a sus
beneficios. Y, de ahí, el ideal (que nunca llegaba a funcionar) de los medios de comunicación públicos o cooperativos.
Faltaba poco, muy
poco, para aquellas próximas elecciones y para comprobar si serían, o no, las que
cerrarían el ciclo del periodismo (y, desde luego de la política, pues también el
neofascismo pedía paso) tal como se había conocido en épocas pasadas. Claro que, entonces, lo único claro era que era verano y hacía mucho calor. Y que mucha gente hablaba del hielo.