Cada noche anterior al 23 de abril dejo en la mesilla las palabras que nunca ordené y convoco a todos los fantasmas para la misa del día siguiente. Sé que tarde o temprano se me aparecerá Proust y que le culparé de no atreverme a escribir. Ni siquiera esa historia soñada, que encabeza mi cuaderno de principios que no terminaré: la de un tipo que se las ingenia para viajar en el tiempo y suplantarle después de impedir que se conozcan sus padres, que no llegue a nacer y, como consecuencia, no escriba Por el camino de Swann y el resto de la serie del Tiempo perdido. Habré tenido un sueño intranquilo, o no habré pegado ojo por miedo a despertar convertido en un horrible insecto como advierte Kafka, y saldré a la calle con la misma devoción religiosa que, días atrás, otras personas han puesto en visitar iglesias y desfilar entre cera y procesiones. Me crezco cada 23 de abril y es el único día en que me atrevo a proclamar que me corroe la envidia. En días como hoy, por calles en las que los libros se ponen sus mejores galas y silban a nuestro paso, me dejo de medias tintas. Sólo entonces reconozco que admirar y envidiar son sinónimos. Honrarás a quienes te dieron a probar el fruto de la ciencia del bien y del mal, que son los libros, y envidiarás a quienes los escribieron. Este es el nuevo mandamiento. Me confieso sectario de esa religión, de la Iglesia de las Santas Palabras, y confieso que he pecado. Confieso Padre que me carcome la envidia cada vez que sonrío o doy la mano de la paz a quienes son capaces de construir historias además de juntar palabras. Confieso que cada noche anterior al Día del Libro noto el fuego del infierno y me dejo llevar por la soberbia pensando que un día también escribiré yo una historia de doscientas páginas o más. Como si Proust nunca hubiera existido y aún quedaran paraísos que recrear con el sabor de la magdalena. Amén.
(Publicado, con ligeras variaciones, en el diario Ultima Hora del 23 de abril de 2015)